Un día de estos, en mi rutinario recorrido a la universidad
me topé con una situación muy particular. No es la primera vez que me pasa,
pero es la primera vez que me atrevo a hablar de ello.
Iba para exposición final de Comunicación Corporativa, eso
es sinónimo, para quienes no lo saben, de traje entero (sí, con saco y todo),
zapatos de tacón lo suficientemente altos para que mi metro cincuenta de altura
resalte frente a mis compañeros de clase, mil y un chunches en la mano
repartidos en diferentes bolsas, peinado y maquillaje impecables –como pocas
veces me han visto- , bolso repleto de todo lo necesario para la ocasión, entre
otras carajadas que prefiero no recordar. Decido sentarme en los asientos de
adelante porque con tanta cosa era imposible recorrer el bus.
Desde niña me enseñaron que los asientos de adelante deben
guardarse para adultos mayores, mujeres embarazadas o personas con alguna
discapacidad, pero entre el estrés y el calor, me ganó el berrinche.
Llegando a Barva se subió al bus un señor mayor, que dicho
sea de paso, se veía bastante cansado. No podía olvidar mis principios morales,
por lo que agarré todos los chunches, los hice un puño, me coloqué el bolso en
el hombro izquierdo y con un suspiro y a regañadientes me levanté para darle
campo, porque nadie hacía por donde hacer el gesto de amabilidad del día.
Pensé de inmediato que no se había percatado –aún con los tacones
que me aumentaban unos ocho centímetros- de que le estaba dando campo. Entonces
con la mano le toqué el brazo y le dije: “Señor, si gusta se sienta”, a lo que
el señor me devuelve una mirada como si fuera yo la muerte que se lo iba a
llevar.
Le insistí, por supuesto. No quería que mi gesto fuera en
vano. A la segunda vez, le señalé el campo vacío, pero lo único que obtuve como
respuesta fue un duro y seco “NO”, un enjache de esos que uno hace cuando
alguien no le cae bien y por supuesto, un desplante.
Entonces pensé, ¿qué le pasa a la gente? De verdad que nunca
se les queda bien con nada.
Si no me hubiese levantado, si me hubiese hecho la loca que
no lo vio, o si simplemente lo hubiera visto pasar, muy probablemente el chofer
se habría levantado para decirme que le diera el asiento preferencial, quizá
alguien más le habría dado campo y me habría visto como una irrespetuosa, o tal
vez nada de eso hubiera pasado, pero de seguro
habría llegado a mi destino pensando en que debí haberme levantado para
que el señor se sentara.
Ah, pero no. Con todo respeto, esfuerzo y cortesía quise ser
amable, valor que en esta sociedad parece que se lo han robado, al igual que
muchas otras cosas, y termina mi gesto sin servir de nada, porque el señor no
quiso que le diera campo. Quizá no aceptaba ser adulto mayor, o tal vez estaba
amargado. El punto es que ahora no sabemos cómo nos va a responder la gente en
la calle.
De verdad que uno se asombra de las respuestas de las
personas que lo rodean.
¿Entonces?